Un cielo para las cosas
Poesía de la extrañeza
Con algunas esquirlas del desasosiego y una perplejidad
acotada, Calabrese arma una mise-en-scène poética
inquietante sobre un devenir que se debate en el sinsentido.
De modo que lo perturbador asoma de manera natural,
incorporado en los intersticios de lo cotidiano en una
especie de descampado al borde de una ruta, a veces vista
como una esperanza y siempre como el cauce de un río
torrentoso que arrastra sueños, una madre, un cuaderno,
una botella con un mensaje vacío, esqueletos de bicicletas,
un caballo, el frío de unas islas en el sur, una bala, una cruz
de madera, una máquina herrumbrada, algún ahorcado.
Y es precisamente el hecho de naturalizar el elemento
disonante, a través una trama dialogada y una holgura de
imágenes visuales, lo que dota a la poesía de Calabrese
de las marcas que identifican sus búsquedas. Aquellas
que ubican su mirada o, mejor, su manera de cavilar;
una metafísica activada por lo dilemático, esa lucha de
contrarios expresada desde el oximoron con que titula uno
de sus primeros libros, Futura ceniza, y que se prolonga
en los versos que continúan su obra.
Al entramado que oscila entre la indagación poética y
la especulación filosófica, se impone la búsqueda del sí
mismo con interrogantes que cavan en el ser como criatura
elemental, primigenio y moderno a la vez, que se debate
en el hueco de la noche barrida por un «viento metálico»
y rastrea su derrotero en la cartografía de la luz, el agua
y las piedras –sin duda, los símbolos más recurrentes de
esta obra–.
Poemas tan logrados como «Método para calcular el
tiempo», «Los demolidos», «Los olores del pueblo»
caminan sobre huellas con forma de signo de interrogación.
Esa grafía estampada en un lienzo de niebla inquiere: ¿qué
buscan los que habitan a un costado de la ruta y dejan caer
una piedra en el vacío del ser?, ¿qué persiguen aquellos
que viven en el margen opuesto y sacan una piedra del
vacío del ser?, ¿por dónde pasa la destrucción en este
instante?, ¿qué hace que un lingote de hierro aumente su
peso cada día?, ¿no saldremos vivos de esta vida?, ¿a qué
huele Dios?
De esa extrañeza está hecha la poesía de Calabrese y
de ahí su originalidad, que descansa sobre una robusta
base metafórica, una secuencia de conceptos y una
escenografía onírica, para configurar una expresión que
se desliza sin esfuerzo hacia otros lenguajes: la historieta
y el cine. No es casual que el título de la antología, Puesta
en escena, remita al séptimo arte, dado el manejo de la
amplias franjas visuales con las que Calabrese compone
un road movie, en tanto arma el decorado con una utilería
sobria –vuelvo a su simbología de polvo, luces, agua– para
acompañar la cinta del camino que siempre nos conduce a
un destino inesperado.
Este texto-guión (el gran Blaise Cendrars, subido al lomo
del Transiberiano, acuñó el lema de «poemas elásticos»)
nos hace serpentear por una carretera que a ratos cambia
de apariencia y es una cinta de cemento líquido, un lecho
seco y mudo, una ruta furiosa, un puente envejecido desde
niño, un relámpago, una trocha de ferrocarril o ese asfalto
cenagoso, de paso demorado, que remolca partes de un
cosmos roído, derruido.
La carretera, una vez más, como elemento que se
resignifica de poema a poema y nos devuelve como un
espejo con forma de cinta (de nuevo el cine) nuestras
propias imágenes convertidas en chatarra: «pedazos de
autos, latas de pintura,/ rollos de alambre, viruta», cuerpos
enterrados en el agua, rostros y huesos oxidados.
Y en la misma ruta plana, una y otra vez Sísifo empujando
la sombra de una piedra, como si ascendiera hacia la
cúspide de la sinrazón de existir.
El tiempo, visto como lo que ha sido carcomido, es otro de
los ejes de la compilación que cobra peso en los versos que
caen como un ácido: el goteo minucioso de lo inexorable.
Puesta en escena apela, en términos de representación, más
a la pluralidad de significados que a una correspondencia
rígida. Así, el río, lejos del agua lustral y purificadora,
forma en su cauce distintas figuras de barro. Calabrese
plantea en una poética de lo alterno esa otra ruta que es
remolino, torrente, vértigo, en un tiempo y un espacio
inciertos. El viaje nunca es en línea recta.
Una suma de bifurcaciones que nos desnudan y trasladan,
más que a las enormes pirámides de lo absoluto –el
infinito, la eternidad, la simbología de lo cósmico, el
peso de los siglos, etc.– a una «tierra baldía» dividida por
una grieta que conduce a direcciones azarosas: al bosque
bullicioso, al cementerio.
Si bien esta obra, según lo ha dicho el propio autor, abreva
en la oralidad acotada de la poesía norteamericana, el cine
de ciencia ficción, la metafísica de Héctor Viel Témperley,
la enumeración caótica de Walt Whitman, el guión de
historieta, secuencias visuales al uso huidobriano, letras
de tango y enseñanzas de El libro tibetano de los muertos,
está sustentada en una usina propia de ideas e imágenes.
Un apocalipsis silencioso, que fluye por un cauce áspero,
y una esperanza escamoteada en un amasijo de hierros
retorcidos son los núcleos de esta notable Puesta en escena.
Si la poesía es un maridaje entre el enigma y la realidad,
la de Daniel Calabrese destaca sobremanera en el mapa
poético de las últimas décadas, martillando allí donde la
piedra tropieza dos veces con la misma vida.
Jorge Boccanera